El secreto que guardan todos los corredores es que
no corren para su cuerpo, sino para su mente. Te puedes aburrir de tener unas piernas delgadas,
pero jamás de tener una mente clara. Unos glúteos firmes, abdominales de
tableta de chocolate, la satisfacción de saber que puedes comer un donut de más
delante de la tele: estos no son motivos para correr, sino ventajas añadidas.
La verdadera recompensa es saber que sales de casa casi temblando de miedo por
lo que te vas a encontrar por el camino y que, si no te detienes, si sigues
unos minutos, unas cuantas farolas, unos cuantos kilómetros más, no solo
mejorarás como corredor, sino que mejorará
tu forma de vida.
Los sentimientos
de ira o desolación que experimentan los corredores en los momentos de desesperación
de una carrera de fondo son reacciones fisiológicas básicas ante la situación.
Pero cuando ya has aceptado lo que son y has aprendido a dominarlas, empiezas a
creer que todo es posible. Echarte una
buena carrera en el momento en que menos te apetece salir de casa tiene la
capacidad mágica de sacar a relucir un problema espinoso que te ha estado
importunando durante días sin que realmente fueras consciente de ello. O
puede provocarte una emoción de una profundidad que nunca hubieras imaginado que
fueras capaz de sentir.
Una vez que
has tenido la deliciosa experiencia de que puedes continuar incluso cuando
estás casi seguro de que estás a punto de morir de llanto entre una multitud de
miles de personas, aprendes algo que puedes aplicar a todos los demás aspectos
de tu vida. Resulta que para sobrevivir
solo tienes que seguir adelante.
Fuente: Correr en femenino (Ed. Urano), de Alexandra
Heminsley.