La Navidad es especial, pertenece a una zona de
felicidad colectiva, que me incluye a mí y a los demás. Razón de lograr de esta
fecha hábitos y reminiscencias
incrustadas en el corazón. Y reverenciar, fiel a sus designios, las señales
que me traen un genuino gusto de miel. ¿Qué más puedo pedir?
La noche navideña me
emociona. Me
impone un orden de grandeza, protector de rituales que encierran un punzante
mensaje. Agasajada por sus símbolos, me invade un sentimiento nacido de una
madurez que se confunde con la alegría.
Hoy, aunque seamos menos en torno a la mesa
adornada, el misterio que advierte de esta noche anuncia que, además de ocuparme
de los vivos, recuerdo a los que se fueron. Hablo de las veces en que, reunidos
en la casa de los abuelos, celebrábamos
la visa, reíamos, éramos amorosos. Llevo las viandas a la mesa. El pavo
asado, galardonado con frutas, y el huevo hilado. Y, junto a los que me enseñan
a amar, celebraré el extraño gusto de
ser feliz.
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