La mayor parte
de las películas, series o novelas tratan del Amor, con mayúsculas, de cómo
conseguirlo y cómo lograrlo. Menos se trata lo que viene después. Así, se ha incrustado en nuestras consciencias
sensibles ese mito del amor absoluto, fusión eterna e indisoluble, que de
alguna manera se expresa en esa peligrosa metáfora mistificada de que cada uno
de los cónyuges contribuya la “media naranja”.
Encontrar “su” media naranja, con la dificulta que
entraña, es en el fondo una apuesta extraordinariamente peligrosa para
cualquiera. Implica
apostar, nada menos, no por un ser completo en sí mismo, sino solo por la mitad
de “algo” siempre difícil de definir o, lo que resulta más peligroso, solo la
mitad dependiente de alguien, que no por casualidad, por historia, tiende a ser
el varón.
Cada uno de
nosotros nacemos y morimos solos. Somos
una vida completa, una naranja y no media. Y dos naranjas completas, frescas y
jugosas, se acoplan muy mal entre sí. Si se aprietan se rompen y sale jugo,
que se desperdicia, que no nutre a la otra. Siempre me ha resultado curioso el
símil, que solo se explica en el supuesto de la renuncia a la mitad de uno. Es
la única forma en que las medias naranjas, con una superficie lisa, pueden
acoplarse. Pero, entonces, ¿qué se hace
con las dos medias que se desechan? La pretensión de recuperar la “media
naranja” desechada por alguno de los cónyuges, y no al mismo tiempo, pudiera
ser una forma de interpretar parte de los conflictos matrimoniales.
Fuente: Por qué las cosas pueden ser diferentes. Reflexiones de una jueza
(Clave Intelectual), de Manuela Carmena.
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