A todos nos gustaría arreglar los problemas con
soluciones fáciles,
definitivas e infalibles. Pero previamente a encontrar soluciones, nuestro
cerebro (el cual busca siempre conocer las causas de todo aquello que ve
suceder a nuestro alrededor) quiere encontrar culpables, ya sean cosas o
personas. ¿Por qué esa búsqueda? Pues porque cuanto más sepamos sobre las
causas de los acontecimientos, menos sitio creeremos dejarle al alzar en
nuestras vidas y más control nos parecerá tener – de hecho, lo tendremos –
sobre lo que nos rodea (…).
Así pues,
parece instintivo, casi inevitable, el
querer cargar la culpa de cualquier suceso sobre los hombros de los demás,
de determinadas circunstancias o de nosotros mismos (…). Da la impresión de
que, unas vez encontrado u ajusticiado el culpable, se tendrá la solución.
“Muerto el perro, muerta la rabia”, dice la sabiduría popular.
Sin embargo,
las cosas no son siempre así de sencillas (…).
Echar la culpa
a los demás equivale a que nuestro bienestar no dependa de nosotros, sino de
terceros. Si achacamos a los demás y al mundo todas las culpas de lo que nos
suceda estaremos renunciando a las múltiples posibilidades y a todo el poder
que como seres humanos tenemos. Echar la
culpa a los demás es una forma de huida.
Yo no quiero
dejar de tener poder sobre mí mismo. Me niego. No quiero que mi felicidad deje de depender, como de hecho depende,
de mí (…).
No son ni las
tesituras difíciles, ni las situaciones injustas, ni las personas insufribles
las que nos hacen sentirnos mal. ¿Ayudan? Por supuesto. Pero somos sobre todo
nosotros mismos los que creamos lo que sentimos.
Fuente: Ser feliz es fácil. La felicidad se puede aprender,
de Clemente García Novella (Ediciones B).
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