La verdad es que el olvido cura muchas heridas de la
vida. Es fácil entender que olvidar
alivia la tristeza por la pérdida de un ser querido y también nos ayuda a
recuperar el entusiasmo después de sufrir alguna calamidad.
El problema para quienes permanecen estancados en el
ayer doloroso es que así siempre viven
prisioneros de la pena, del miedo o del rencor, obsesionados con las desgracias o con los malvados que quebrantaron
su vida, lo que les impide cerrar la
herida.
La amargura, la culpa o el resentimiento los amarran
al pesado lastre que supone mantener la identidad de víctima. Este es un papel
que debilita y paraliza.
Distanciarnos de un ayer doloroso facilita el restablecimiento
de la paz interior, nos anima a pasar página y abrirnos de nuevo al mundo.
Además, olvidar nos permite perdonar y
seguir adelante tras un episodio penoso de nuestra vida. Como dice Desmond
Tutu, el obispo sudafricano premio Nobel de la Paz en 1984, “sin perdón no hay
futuro”.
Olvidar, en definitiva, es un buen reconstituyente para mente y cuerpo, nos impulsa a hacer
las paces y a liberarnos de un pasado penoso, y nos estimula a reponernos y a reconducir nuestro destino.
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