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miércoles, 9 de octubre de 2013

Una de Terror

Francisco salió a la calle y consultó su reloj. Era más de media noche. El aire era frío, helaba, y en aquella parte de la ciudad no andaba casi nadie.
Pensó que si caminaba rápido no iba a sentir el frío. Se metió las manos en los bolsillos del abrigo y partió.  Avanzó unos calles y llegó a una avenida con árboles en las veredas. 

Escuchó a un vehículo que avanzaba en el mismo sentido que él. Al pasar a su lado gritaron desde el vehículo; Francisco se sobresaltó por la sorpresa y lo fuerte del grito, y al girar vió que eran dos payasos. Tenían la cara completamente pintada y unas narices rojas, enormes.
Al ver la reacción de Francisco los payasos se echaron a reír grotescamente, aceleraron y doblaron imprudentemente dos calles más adelante.
“¡Payasos idiotas!”, pensó Francisco. Creyó que debían andar de parranda, y que seguramente pertenecían al circo que estaba en la cuidad desde hacía unos días.

Más adelante, reconoció el ruido del vehículo. Los payasos habían girado hasta volver a la avenida.
Pero esta vez no lo iban a sorprender. Antes de que cruzaran por él, giró hacia ellos y les hizo un gesto con la mano, pero inmediatamente se arrepintió, porque los payasos lo miraron con una fiereza endiablada.
Por un momento creyó que iban a detenerse, pero siguieron, aunque el que iba de pasajero evidentemente no estuvo de acuerdo, y Francisco vió que se alejaron forcejeando.
Por culpa del forcejeo el vehículo aceleró, se desvió hacia un costado subiendo a la vereda y se estrelló ruidosamente contra un árbol.
Francisco pensó que aquellos dos se merecían lo que les pasó, pero como era un tipo correcto, sacó su móvil y llamó a emergencias. Luego corrió hacia el auto accidentado.

Uno de los payasos había salido despedido por el parabrisas y se hallaba tirado bocabajo; el otro estaba entre las chapas retorcidas del auto. Al que estaba tirado se le había desprendido en parte la piel de la cara, y cuando se levantó rápidamente todo el rostro de payaso se le cayó al suelo, era una máscara, su verdadera cara era monstruosa, no era humana. A Francisco le recorrió un escalofrío de terror por la espalda.   
Ahora el otro payaso aterrador intentaba salir de los restos retorcidos, y el que estaba en la vereda caminaba hacia Francisco, que ya no era capaz de huir.

- Has visto demasiado. Este es tu fin -dijo el monstruo que perdiera su disfraz.
- ¡Atrápalo! -gritó el otro-, que te has dejado ver. ¡Atrápalo!

En ese momento se escuchó una sirena, venía por una calle transversal. El monstruo se detuvo y miró al otro. Ya no tenían tiempo. Levantó su máscara, se la puso como pudo y se acostó bocabajo en el lugar donde había caído; el otro se echó hacia atrás y quedó quieto.
Francisco, temblando de miedo, vió como un médico los revisaba, para después declararlos muertos.  La policía no lo retuvo mucho tiempo; solo era un peatón que fue testigo de un accidente.
Llegó a su casa aterrado y confundido. ¿Qué eran aquellos payasos? ¿Qué descubrirían al hacerles la autopsia?, pero… si no estaban muertos.
Al otro día escuchó la noticia: los cuerpos de los payasos habían desaparecido.

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